Desde el golpe de estado del 1 de febrero, una brutal y sangrienta represión de más de 400 muertos que ha caído sobre los manifestantes, entre ellos much@s jóvenes y emplead@s de diferentes sectores, que solo quieren defender las pocas libertades, incluidos los sindicatos, adquiridas estos últimos años. Los gobiernos occidentales multiplican las condenas verbales a la Junta militar, pero sin tomar medidas para atacar al ejército en sus intereses económicos (las muchas empresas que controla), ni atacar a las multinacionales que las financian.

La Junta militar birmana procede con el arma del terror contra la rebelión masiva del golpe. El ejército de Myanmar siempre ha representado a un estado dentro de un estado. El cuerpo de oficiales goza de enormes privilegios sociales, gestiona personalmente sectores enteros de la economía, ostenta una cuarta parte de los escaños en las dos cámaras del parlamento por ley y ejerce el derecho de veto en materia de reformas constitucionales. La carrera militar es en muchos sentidos el único elevador social posible en Birmania, el sueño tradicional de muchas familias para el futuro de sus hij@s. El ejército se basa en el culto a la disciplina total a los mandos, en nombre de la “protección de la nación”.

“No salgan de casa. Padres, asegúrense de que sus hij@s no se sumen a l@s manifestantes, les podrían disparar en la cabeza o en la espalda” fue el escalofriante llamamiento de la televisión estatal el día antes del desfile militar. El objetivo era aplastar la rebelión por cualquier medio. Pero la rebelión continúa en 41 ciudades del país. L@s trabajador@s descienden a las calles, jóvenes y muy jóvenes, muchas mujeres, sin armas más que cócteles molotov, piedras, hondas, barricadas callejeras contra los disparos selectivos de francotiradores. La desproporción de fuerzas a nivel militar es dramática, pero la Junta teme que una extensión excesiva de la rebelión masiva pueda abrir grietas en el ejército.

Las masas birmanas no tienen ninguna razón para confiar en la diplomacia mundial. La ONU condena la violencia del régimen, con resoluciones tradicionales para salvar la conciencia. En realidad, los llamados imperialismos democráticos lloran lágrimas de cocodrilo. El revuelo por el baño de sangre no vale la suma de las inversiones realizadas en Birmania. Algunos estados imperialistas (Canadá, Alemania, Italia, Japón, Reino Unido, EEUU) encomiendan su reproche al uso de la fuerza letal contra personas desarmadas a los jefes de Estado Mayor. En cambio, China y Rusia se han alineado en apoyo de los generales asesinos, votando en contra de cualquier condena en la ONU.

La verdadera solidaridad con las masas birmanas solo puede venir de abajo, de l@s trabajador@s y la juventud del mundo. Lamentablemente, hoy en día no hay una movilización solidaria en Europa que se equipare al dramático enfrentamiento de un Myanmar que se desangra. Solo la solidaridad internacionalista de nuetsro bando social puede evitar que una vez más miles de muertos llenen las calles de las ciudades birmanas como en 1988.