Con la promesa aislacionista de “America First”, Donald Trump cautivó a l@s votantes estadounidenses para lograr un inesperado triunfo sobre la demócrata, Hillary Clinton convirtiéndose en el 45º presidente de EEUU. Uno de los ejes de esta propuesta era dejar atrás la política neoconservadora de nationbuilding (construir nación) de sus antecesores en países extranjeros como Afganistán, y enfocarse netamente en política interior. Sin embargo, en la realidad los intereses políticos, económicos y coloniales de la nación norteamericana pesan más y en Afganistán las cosas siguen igual.
El lunes 21 de agosto, Trump anunció que Estados Unidos continuará la ocupación militar más larga de su historia (16 años desde la invasión en 2001). El flamante plan presentado para el país asiático implicaría una nueva y reforzada estrategia militar: el envío de más tropas, la eliminación de fechas para una posible retirada y una postura más cortante con Pakistán. El presidente norteamericano dejó claro que esta vez no van “a construir una nación”, sino que van a “matar terroristas”.
El cambio radical de postura sorprende, especialmente al analizar la posición de Trump previo a su investidura como presidente. En varios twitts entre 2012 y 2013 criticó la política de Obama al calificar la presencia de tropas en Afganistán como “un gasto de dinero” y pidiendo una retirada apresurada.
Pero tal como Trump dijo, la realidad es diferente al estar en el Despacho Oval. Las promesas de campaña se han visto reemplazados por los verdaderos intereses del imperio. En este sentido el presidente está aplicando la misma fórmula que sus antecesores, Obama y Bush, con su toque particular de retórica populista llena de calificativos hollywoodenses pseudo-nacionalistas. Pero, a fin de cuentas, al continuar las mismas políticas, nada ha cambiado.
La invasión militar estadounidense de Afganistán inició en 2001 bajo la administración Bush, con la Operación Libertad Duradera y la Operación Herrick por parte de las fuerzas británicas. A pesar de que lograron la caída del régimen talibán en menos de seis meses, la posguerra ha demostrado que 3 administraciones no están dispuestas en absoluto a aceptar una derrota, a pesar de haberlo admitido en varias ocasiones.
Tras el reagrupamiento de los talibanes entre 2003 y 2008, el jefe del Estado Mayor conjunto de Bush, el almirante Mike Mullen, admitió en 2008, que “no es seguro que estén ganando y lo hagamos alguna vez”. Durante la administración Obama, el escenario fue similar. Christopher Kolenda, que trabajó como consejero mayor sobre Afganistán y Pakistán en el departamento de Defensa (2009-2014), considera que EEUU “corre el riesgo de dar vueltas en círculos sobre el tema”.
Los mismos neoconservadores, gestores teóricos de la guerra, lo admitieron. Laurel Miller, analista de la corporación RAND, un think tank de las fuerzas armadas estadounidenses, quien dirigió la oficina del representante rspecial para Afganistán y Pakistán, opina que una “victoria militar no es plausible en un marco de tiempo cercano”. Inclusive Trump aceptó y criticó a sus generales porque considera que están perdiendo la guerra.
Tras invertir aproximadamente 841 mil millones de dólares en el conflicto más largo de su historia y con un coste de vidas, según un informe de médicos internacionales, entre 2001 y 2011 de aproximadamente 94 mil civiles y un total estimado de 220 000 vidas, esta invasión se puede calificar como un fracaso. Entonces, ¿por qué los Estados Unidos se niegan a salir? La respuesta se encuentra en los intereses de Washington.
Desde su victoria en el frente del Pacífico en la II Guerra Mundial, EEUU no han vuelto a ganar un conflicto bélico –la primera Guerra del Golfo no es considerada como un triunfo ya que Saddam Hussein siguió en el poder. Esto no es una casualidad, ya que para el complejo militar-industrial una guerra larga y sin fin programado representa más ganancias.
En 2016, en un informe entregado al Congreso por la oficina del Inspector general encargado en la reconstrucción de Afganistán (SIGAR) se estipula que desde 2001 a 2014 se direccionó un total de 113 mil millones de dólares a la reconstrucción de Afganistán. Poniendo en perspectiva y con el ajuste de inflación correspondiente, esto representa 10 mil millones más de lo destinado para la reconstrucción de toda Europa tras la II Guerra Mundial con el Plan Marshall.
Lo que llama la atención es el uso de estos fondos. El dinero ha sido destinado a contratistas privados en áreas de seguridad, gobernanza, operaciones humanitarias, civiles y anti narcóticos. Es importante destacar que a pesar de gastar aproximadamente 7,5 mil millones de dólares en operaciones para detener la producción de opio sólo en 2016 se llegó a registrar la segunda cifra de plantaciones más alta en la historia afgana (201000 hectáreas- 2014 registró 224 000).
Paralelamente, la industria bélica se ha visto beneficiada. Cuando inició la invasión, Bush envió 10 mil soldados en los primeros dos años (2001-2002), ya para mediados del 2008 la cifra incrementó a 48 mil.
Por su parte, Obama continuó la misma línea y envió aproximadamente 20000 tropas más y fue en su administración donde la cifra llegó a un histórico nivel: en diciembre del 2009, 1000 mil soldados estaban acuartelados en Afganistán. En 2016, el presidente Trump recibió Afganistán con 8400 soldados y tras sus declaraciones este agosto, 3900 tropas nuevas se embarcarán.
Pero solo estas cifras no pintan la realidad afgana, es necesario sumar a los contratistas militares privados. Estos pueden definirse de mejor manera como mercenarios pagados, asalariados de las dos grandes empresas de seguridad militar Blackwater y DynCorp. Según el reporte sobre los niveles de contratistas y tropas del departamento de Estado en Irak y Afganistán entre 2007 y 2017, la cifra de mercenarios en promedio es la misma que las tropas.
La guerra en Afganistán es un negocio redondo. Entonces, si la máquina de dinero funciona, ¿por qué pararla? Con el armamento adquirido destruyen la infraestructura que luego ellos reconstruyen y con los soldados/mercenarios en tierra mantienen a la población controlada y generan aún más tensiones. Pero esta tampoco es la única razón por la que no es una opción salir de Afganistán, otra razón para quedarse se encuentra bajo tierra.
Según un grupo especializado de oficiales del Pentágono y geólogos norteamericanos, el tesoro mineral de Afganistán llega a bordear un billón (trillón en inglés) de dólares. Entre estos se encuentran los metales más codiciados del mundo: cobre, hierro, cobalto, oro y litio, clave para la industria tecnológica en la actualidad. Tan importantes son estos depósitos que según el Huffington Post, en un memo interno del Pentágono se ha considerado a Afganistán como la “Arabia Saudí del litio”.
En 2006 durante la administración Bush se realizó un mapeo aéreo de posibles zonas mineras y Obama continuó el proyecto con el fin de establecer una industria minera, sin mayor resultado. Pero parece que para el hombre de negocios convertido en presidente, esta labor se va a cumplir. En julio del 2017, consejeros de Trump se reunieron con Michael Silver, propietario de American Elements, empresa especializada en minerales de tierras raras, para analizar la realidad de un proyecto minero privado en tierras afganas.
A su vez, Stephen Feinberg, multimillonario estadounidense, continúa aconsejando a Trump sobre Afganistán con el fin iniciar sus propias operaciones mineras. Feinberg, a su vez, es el propietario de DynCorp, una de los más grandes contratistas militares del mundo, que trabaja asiduamente codo con codo con el departamento de Defensa en Irak y Afganistán.
Pero el reloj ya empezó a correr ya que China se encuentra en conversaciones desde 2007con el gobierno afgano para iniciar un contrato minero de cobre de 3 mil millones de dólares al sur de Kabul. Trump no está dispuesto a perder ante el gigante asiático y su lógica en Afganistán será, como él dijo, la frase antigua de “Al vencedor, los despojos”. Salir de Afganistán significaría para Estados Unidos generar un hoyo que China o Rusia están dispuestos a llenar.
Otra de las razones por las que ninguna administración quiere admitir la derrota es netamente política. La guerra en Vietnam es un ejemplo de un conflicto que fue pasando de administración en administración ya que nadie quería ser el presidente que “perdió la guerra y se retiró”. Algo similar ocurre con Afganistán, a pesar de que públicamente es una derrota, admitirlo y retirarse es algo que ningún líder quiere en su testamento político.
Para completar la ecuación están los intereses de ciertos grupos afganos, que ven en la salida de EEUU un fin para su bienestar. Esto se debe a que con el discurso del orden el gobierno norteamericano tras la invasión asumió el pago de los salarios del personal militar, policial y ciertos puestos gubernamentales afganos. En 2016 se destinó aproximadamente 710 millones de dólares para sueldos y están estimados 615 millones para 2017.
Uno de los problemas que esto ha generado es la institucionalización de corrupción en las esferas militares y policiales afganas. En otro reporte de SIGAR del 30 de abril 2016, oficiales estadounidenses aceptan que “ni Estados Unidos ni sus aliados afganos saben cuántos soldados y policías afganos existen, cuántos están disponibles, o, la realidad de sus capacidades operacionales”. Este personal afgano asalariado cobra un promedio de 150 dólares por mes. Una retirada de los norteamericanos implicaría despedirse de este ingreso mensual.
Además en una investigación realizada en 2016 por el consejo político de la provincia de Helmand al suroeste del país, se asegura que aproximadamente un 40% de las tropas afganas alistadas no existe. Los soldados fantasmas cobran un sueldo que termina en los bolsillos de mandos medios o altos de las fuerzas armadas o policiales afganas. Para acentuar el conflicto y la disparidad salarial que llena las filas de nuevos militantes, un soldado talibán recibe un salario aproximado de 300 dólares mensuales, casi el doble que en las fuerzas afganas.
Todos estos factores hacen que la situación en Afganistán continúe empeorando. En 2017, la misión de asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) indicó que la cifra de civiles muert@s, 1662, desde enero a junio, es la segunda más alta en los últimos 8 años (2014 marcó 1686 muertes).
Según un informe de mayo de 2017 de SIGAR, los talibanes controlan el 11% de los 407 distritos afganos, el gobierno el 60% y el 29% continúan en disputa. Cifras que demuestran el fracaso total de Estados Unidos y el gobierno aliado en Afganistán ya que en noviembre 2015, los talibanes controlaban el 7% de los distritos y el gobierno un 72%.
La conclusión es clara: más tropas y más fuerza bruta nunca ha funcionado y no funcionará esta vez. Lo único que resultará es en mayor desestabilidad a un país que ha experimentado guerra por más de 40 años. Además quienes sí se verán beneficiados son los bolsillos de los contratistas privados, los intereses del complejo militar-industrial y las agendas neoconservadoras.
Una posible solución, como ya mencionaron el mismo Trump y el general John W. Nicholson Jr., comandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, es llegar a tener un acuerdo político con la dirigencia talibán. “Bajen las armas y acóplense a la sociedad afgana”, dijo Nicholson en una conferencia de prensa convocada en Kabul este 24 de agosto. Para lo que la administración actual espera contar con el apoyo de Pakistán e India, un fuerte actor en la geopolítica de la región.
Sin embargo, esta propuesta diplomática se enmarca en la nueva estrategia de Trump, es decir, llegar al acuerdo a través de más violencia. El ex presidente afgano, Hamid Karzai, que en su momento fue ávido aliado de Washington y ahora crítico, expresó que esta es una fórmula con un mensaje de “matar, matar, matar”. Al igual el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov, coincidió que la estrategia es “un enfoque sin salida”.
Por último, los talibanes han sido claros sobre su posición. En una carta pública dirigida a Trump el 15 de agosto, explicaron que no habrá paz hasta que las “fuerzas extranjeras invasoras” salgan de Afganistán. Esto neutraliza cualquier propuesta estadounidense por el momento. Al parecer, con la nueva administración norteamericana nada cambiará, atrás queda por lo tanto el “America First” y ahora Afganistán vuelve a ser prioridad en Washington.