La crisis sanitaria del COVID-19 no solo va a ser la mecha de una crisis general a varios niveles (político, social, institucional, económico, global) sino que también está recordándonos que el capitalismo es un sistema criminal, donde los beneficios valen más que nuestras vidas y donde lo más importante es que unos pocos se enriquezcan a costa de muchos. Así lo muestran los datos de muertos en EEUU y su relación con la población negra, es decir, las que mayores tasas de pobreza presenta; o el caso de Ecuador y sus miles de muertos en las calles; o los datos de aquí mismo, donde los estudios sobre incidencia de la pandemia según barrios y clases no deja lugar a duda.
En este sentido, la situación de la agricultura y del campo en el Estado español está siendo otro de los ejemplos, donde hay tres verdades que deben quedar claras y que no debemos olvidar: que el campo es explotación, que la mano de obra inmigrante es la fuente de la riqueza de los patrones y que sin nosotr@s el mundo se para.
Una realidad reconocida: el campo es explotación, miseria y precariedad
Una de las cuestiones que no debemos olvidar cuando pase la situación actual es todo aquello que, de una forma tácita, está reconociendo el gobierno de Sánchez e Iglesias de lo que verdaderamente es este sistema. El diario The Guardian ya recogía en un titular que “los cosechadores de ensaladas son los esclavos modernos” en un artículo de 2011. Según los datos oficiales, el salario medio en el campo fue de 51,87 euros en 2017, 51,48 en 2018 y, finalmente, 52,08 por día trabajado. Salarios que incluso siendo bajos solamente se cumplirán en los casos en que se trate de un trabajo legal y se respeten los convenios, hecho que, como los datos demuestran, no siempre es así: hasta el 90% de la actividad en campaña de recogida cítricos puede ser trabajo en negro.
Al contrario, estas condiciones extendidas de economía sumergida en el campo muestran un trabajo mal pagado y muy duro. Otro artículo se hacía eco de un estudio donde se mostraban la enorme precariedad del sector, con salarios de hasta 6 euros al día y 25 al mes en el campo español, a lo que hay que unir la utilización de contratos verbales y diarios, el total control por parte del empresario de cuando se comunican las altas y bajas, la dureza del propio trabajo, su temporalidad y el hecho de que esté sometido a condiciones meteorológicas.
Todo esto hace que sea un empleo solo aceptado por necesidad y que, en parte ha acabado recayendo en una mano de obra inmigrante que por sus circunstancias debe ser más sumisa y aceptar peores condiciones, siendo por tanto más explotada. En consecuencia, es más rentables para los empresarios del campo, sus propiedades y negocios.
El inmigrante: una mano de obra barata antes que un ser humano
La situación antes descrita nos mostraba paisajes como los de Almería o Lepe con inmigrantes sin papeles viviendo en condiciones infrahumanas y sometidos al patrón de turno junto a trabajador@s con papeles también teniendo que aceptar las inclemencias de un trabajo totalmente despreciado, mientras la administración ha hecho oídos sordos y ha mirado hacia otra parte. Así, este mismo año Philip Alston, relator de la ONU, señalaba que “La situación de los recolectores de la fresa en Huelva es peor que en un campo de refugiad@s” . Son asentamientos hechos de chabolas sin agua, electricidad y las más mínimas condiciones de salubridad, con salarios de alrededor de 30 euros al día. Similares condiciones se dan en zonas como Almería o Valencia .
La otra cara de esto son los magros beneficios. El propio relator señalaba que éstos ascendieron a 533 millones en la temporada de la fresa 2018-2019; o el caso de Almería, donde se facturaron más de 5000 millones de euros en 2016. Beneficios que sin una mano de obra explotada y una precariedad permitida por los diferentes gobiernos no sería posible.
Sin embargo, el equilibrio se ha roto en el momento en el que la mano de obra ha escaseado. La administración cifraba en torno a 80.000 las personas necesarias para llevar a cabo el trabajo en el campo, el cual no sería realizado por inmigrantes debido al cierre de fronteras. Sin embargo, dada las características del sector, una prestación mínima sería más atractiva que las lamentables condiciones en el campo. Ante esto, el propio gobierno aprobó algo inaudito: que l@s parad@s, trabajador@s que estén cobrando el subsidio e inmigrantes jóvenes sin permiso de trabajo (entre 18 y 21 años) pudieran emplearse sin perder sus prestaciones o aunque no lo hubieran podido hacer con anterioridad. Es decir, se aprobó que los empresarios del campo sigan llenando sus bolsillos a costa de aquellos que se ven obligados a buscarse la vida en una situación como esta.
Sin l@s trabajadores el mundo se para: construir otra sociedad es una obligación
Una última verdad que se está reconociendo por parte del capitalismo y, concretamente, a través de las decisiones que se están tomando, es que son l@s trabajador@s los que generan la riqueza. Y esto, en el campo, se observa tan bien como en otros sectores, o quizás su crudeza hace que se vea con mayor claridad.
A finales del pasado año y comienzos de este alcanzaron gran celebridad las manifestaciones y tractoradas del empresariado del campo español. Eran reivindicaciones para asegurar los precios y las ganancias por la producción. Era justo que pequeños productores quisieran defenderse frente al abuso de las largas cadenas de distribución y el control de los intermediarios mediante precios fijados. Y era justo que salieran a reivindicarlo. Otra cuestión es que esas movilizaciones representaban a sectores diversos, algunos muy bien situados y con grandes beneficios. No es este el espacio para hablar de ello, pero si para constatar una realidad: en todos los casos el jornaler@ estuvo olvidado o, peor aún, la patronal del campo se puso en contra de la subida del salario mínimo, haciendo recaer sobre los hombros de l@s trabajadores las dificultades de su negocio.
Parecía que estas movilizaciones, con su carácter interclasista y el apoyo recibido en los medios, marcarían el tono del debate social sobre la situación en el campo durante mucho tiempo. Sin embargo, el trabajador ha vuelto (o debe volver) al foco. Sin la mano de obra inmigrante hace falta motivar a los “nativos”. Pero, sin medidas extraordinarias para amortiguar la precariedad (que recaen sobre las arcas del estado y por tanto, sobre los impuestos de l@s trabajadores), las condiciones laborales antes descritas son inaceptables. La primera conclusión, que las cosechas no se cogen y la población no recibe alimentos. Es decir, que si l@s trabajadores no están, no hay riqueza. Y la segunda, que los alimentos y recursos necesarios para vivir no pueden ser un negocio basado en el cálculo de costes-beneficios ni depender de las tasas de explotación de los patrones del campo.
Frente a todo esto, solamente una sociedad igualitaria, sin explotaciones ni opresiones de ningún tipo, sin fronteras y sin personas consideradas ilegales, puede hacer que se cambie la lógica de su beneficio sobre nuestras vidas a la de nuestras vidas sobre su beneficio. Una sociedad sin propiedad de la tierra, latifundios y sin patrones, donde l@s que producen cada día puedan decidir, sobre todo, y donde no se vuelva a permitir ni la precariedad ni que los ricos vivan a costa de nosotr@s. Y esa socidad no caerá del cielo, sino que debe ser construida desde ya a través de la lucha contra los recortes y las políticas que vendrán. Debemos empezar a preparar ya la movilización para esta vez que la crisis no la paguen l@s trabajador@s.