El 6 de diciembre la Constitución Española de 1978 se cumplieron 39 años. Este aniversario llega en un momento de gran inestabilidad política abierta con la crisis económica a partir de los años 2007 y 2008. Desde el No nos representan voceado por el 15-M, hasta la abdicación del Rey emérito Juan Carlos I y, más recientemente, las grandes movilizaciones por el derecho a decidir en Cataluña, el régimen del 78 se encuentra en una situación de cuestionamiento y crisis que la burguesía española aun no ha sido capaz de estabilizar. Conviene echar la vista a tras para recordar qué fue y qué pudo ser aquello por lo que muchas personas se movilizaron en la década de los 70. Y conviene hacerlo para saber dónde nos encontramos y hacia dónde ir.

De la ley a la ley: el mito de la transición perfecta

Las fuerzas políticas que se afianzaron con la Constitución del 78, es decir, el Partido Popular y el PSOE, se han encargado de construir un discurso interesado para explicar la transición, y en consecuencia, legitimar el régimen actual. Así, el proceso que se vive en el estado español entre 1975 (y como veremos, antes) y 1982 (año en el que PSOE gana sus primeras elecciones) ha sido presentado como un logro de las élites menos duras del franquismo, los dirigentes de los partidos obreros y el rey. Con sentido de estado, todos ellos supieron llegar a un acuerdo para construir una España democrática llena de derechos y libertades, sin muertes y dando una lección al mundo entero de cómo debería ser una transición desde una dictadura. Sin embargo, la realidad fue muy distinta: ni el rey ni los fascistas, sino el movimiento obrero y la juventud fueron los que pusieron en jaque al régimen franquista, aspirando a mucho más de lo que luego sería, con ayuda de organizaciones como el PSOE y PCE, la Constitución del 78.

El movimiento obrero: el protagonista de la transición

Cuando en 1939 el bando franquista ganó la Guerra Civil, lo que estaba asegurando para las siguientes décadas era la destrucción del movimiento obrero y campesino que en los años 30 había amenazado a la burguesía española con una revolución que acabara con sus privilegios. Sin embargo, una nueva generación de trabajadores protagonizaría un nuevo ascenso de las luchas que pondría en jaque no solo al gobierno franquista, sino al intento de estabilización tras la muerte del dictador fascista.

Después de las primeras huelgas en los años 50, la creación de un nuevo sindicato, las Comisiones Obreras, y el aumento de la influencia de dirigentes sindicales comunistas en el sindicato vertical, los años 70 fueron testigos de una gran conflictividad social. Entre 1972 y 1973 se perdieron unas 846.000 horas de trabajo, cifra que se duplicó entre 1973 y 1975 (1.548.000) y que creció exponencialmente tras la muerte de Franco (13.000.000 de horas). A la vez, fuertes movilizaciones de los estudiantes pusieron de manifiesto las bases del régimen cada vez eran menores. Junto a las aspiraciones económicas para mejorar salarios y niveles de vida, el movimiento obrero asumió reivindicaciones en contra de la dictadura como la de la amnistía y el derecho a la autodeterminación.

Una vez más, la falta de una dirección, la falta de un partido

Con un movimiento obrero de esta envergadura, cuyo crecimiento se había dado en paralelo a un aumento de la represión por parte de la dictadura, la clase dirigente española sabía que no tenía asegurada su continuidad. Los sectores más dinámicos de la misma asumieron que era necesario avanzar hacia la construcción de un régimen parlamentario burgués como el existente en otras partes de Europa. Pero, a la vez, eso debía hacerse con las máximas garantías para que las movilizaciones no fueran más allá e impusieran un sistema que acabara con sus privilegios.

Este sector ha sido representado en el imaginario colectivo por A. Suarez y el Rey. El objetivo primordial era desmovilizar a la calle, para con ello tranquilizar tanto a los sectores más reacios del régimen a aceptar los cambios como a la burguesía internacional. Es decir, realizar un cambio desde arriba para evitar una revolución por “abajo”. La única forma de hacerlo era llegando a un pacto con las organizaciones con mayor influencia, el PCE y el PSOE. El primero tenia una fuerza enorme, bien implantando en la juventud y en el movimiento obrero, con un papel central en la dirección de CCOO. El segundo tenía un nombre histórico, pero su influencia era escasa antes de la llegada de Felipe González. Éste fue reconocido por la internacional, encargado así de que el PSOE fuera mutando hacia una organización como los partidos socialistas europeos, reconociendo y con ello asegurando la estabilización de un futuro régimen democrático (y capitalista).

Ambos aceptaron el pacto con los franquistas. El PCE reconoció la monarquía y la rojigualda a cambio de ser legalizados y poder concurrir a las siguientes elecciones. A la misma vez, las direcciones de ambos partidos ayudaron a desinflar las movilizaciones, desaprovechando importantes oportunidades como la situación creada tras el asesinato de los obreros en noviembre de 1976 en Vitoria. Y todo ello se hizo acordando no depurar las responsabilidades de la Guerra Civil. La falta de un partido revolucionario con suficiente influencia, como ya había ocurrido en el año 1936, que hubiera planteado una orientación que no se ciñera a los pactos y a las nuevas instituciones nacientes, volvió a truncar las posibilidades de dar un giro para la vida de miles de personas.

De esta manera, aunque el movimiento obrero existente tenía fuerza para imponer un nuevo sistema, su dirección canalizó las aspiraciones de los trabajadores hacia la construcción de un régimen en el que tuvieron que pactar con la burguesía pensiones, salarios y ciertas migajas a cambio de acabar con la movilización en la calle. Este ciclo terminaría con la victoria del PSOE en 1982, lo que acabaría por estabilizar un nuevo régimen hecho a medida de los capitalistas españoles que se habían beneficiado de la Guerra Civil y que aceptaron y diseñaron una democracia ante el miedo a perderlo todo.

El régimen del 78: el régimen de los capitalistas para los capitalistas

La Constitución de 1978 representa un régimen capitalista para los capitalistas. Aunque había posibilidades de acabar no sólo con el franquismo sino también con el capitalismo, la burguesía española consiguió enterrar sus responsabilidades en la Guerra Civil y construir un nuevo sistema político que le siguiera asegurando sus beneficios. Y eso no pudo hacerlo, como ya hemos dicho, sin la connivencia de las direcciones de los principales partidos obreros.

Tras esto, lo que hemos conocido es sistema que no ha dejado de enseñarnos su naturaleza de clase. Y para demostrarlo basta con recordar algunos algunos ejemplos: la entrada del estado español en la OTAN y la participación en la Guerra de Irak; las reformas laborales como las de los años 90 o las del 2010 y 2012, el pensionazo, las privatizaciones de los servicios públicos o la liberalización de la economía; los ataques contra los derechos de las mujeres o el encarcelamiento de inmigrantes; y, más recientemente, la represión en Cataluña contra el derecho a decidir libremente. Todos esos no son problemas de tal o cual gobierno, porque todos los partidos han participad de ello, sino de un sistema que nació como heredero del franquismo y que tuvo que aceptar una democracia a regañadientes, aunque las movilizaciones podrían haber ido más allá.

Nos toca por tanto aprender las poderosas lecciones que nos enseña la Transición y no volver a cometer los mismos errores. No será mediante las instituciones ni los pactos, sino con la movilización y la autoorganización de l@s trabajadores y las clases populares con reivindicaciones obreras como el impago de la deuda, el aumento de salarios o la prohibición de los despidos, como podremos acabar con el régimen del 78 y con un sistema que no tiene más cara que la de la pobreza, la explotación, la precariedad y la opresión. No es necesaria una segunda transición, sino una ruptura.