“¡Revolución! Queremos ser libres y queremos cambiar el mundo”. Con estas palabras Alaa Salah, una estudiante sudanesa de 22 años y apodada como Kandaka, título que recibían las reinas nubias del antiguo Sudán, habló a primeros de abril con una sola voz desde el techo de un viejo automóvil en Jartum. Al igual que en Argelia, el papel de las mujeres se ha revelado fundamental para el levantamiento popular que cruzó todo Sudán en diciembre y terminó arrollando al presidente Al-Bashir.

El trasfondo de la rebelión de masas es la precipitación de la crisis sudanesa en la última década. El régimen sudanés había prosperado durante años gracias a los ingresos del petróleo. El colapso del precio, a causa de la crisis capitalista internacional, desestabilizó las bases de apoyo. A esto se sumó la separación de Sudán del Sur de Jartum en 2011, que privó a Al-Bashir de campos petroleros más grandes, con el 75% de las exportaciones nacionales. El aumento de la deuda al capital financiero ha sido una consecuencia natural. De ahí la creciente presión de usura del imperialismo sobre Sudán. El levantamiento ha nacido de esta dinámica general.

En noviembre de 2018, una delegación del FMI fue a Jartum para exigir el fin de los subsidios públicos para necesidades básicas, a partir de la harina, como condición preliminar para la concesión de nuevos créditos. El régimen, ya endeudado por 50 mil millones de dólares, aplicó las humillantes recetas del imperialismo. El precio del pan se triplicó en pocos días, en un país marcado por una inflación anual del 70%. De ahí las primeras manifestaciones en un crescendo de movilización casi ininterrumpido.

En el estallido de estas recientes revueltas, junto al factor económico y social indudablemente ha operado el factor político. El régimen establecido en 1989 bajo el liderazgo del frente islamista liderado por Al-Bashir encarnaba una dictadura odiosa y despótica, que ya era protagonista tanto en junio de 2012 como en septiembre de 2013 de una sangrienta represión como respuesta a las manifestaciones populares que tenían lugar. El consenso del 95% de consenso registrado en la última elección presidencial de 2015 fue expresión de métodos plebiscitarios y fraudes clamorosos.

De nuevo aquí los paralelismos con Argelia son más que evidentes: en base a la Constitución formal, Al-Bashir debería haber estado ya en su último mandato, pero en agosto el régimen anunció que el presidente volvería a presentar su candidatura en las elecciones de 2020, lo que constituyó una provocación a los ojos de grandes sectores sociales. Por la tanto la rebelión de este mes de abril debe su dimensión y duración a la composición de estos factores. El eslogan insignia en las manifestaciones ha sido desde el principio “El pueblo quiere la caída del régimen”, o “Libertad, paz, justicia, la revolución es la elección del pueblo”.

Pero también hay otras causas para este levantamiento, más profundas que el aumento de los precios. La corrupción ha alcanzado un nivel sin precedentes: los servicios de seguridad que sostienen las riendas del poder, cuyo presupuesto es mayor que la suma de los de sanidad y educación juntos, desvían la mayor parte del dinero público hacia sus propios fines, dejando a la población en la pobreza. En resumen, el sistema continúa fortaleciéndose, movilizando todos los recursos para este propósito.

No podemos predecir cómo terminará este movimiento, si las revueltas se sofocarán o si un golpe de estado pondrá fin a todas las protestas. Sin embargo, lo que es seguro es que el país se ve sacudido por un viento de revuelta, que ya ha adquirido una solidaridad sin precedentes. La solidaridad también es internacional, ya que exiliad@s de todo el mundo se han manifestado en casi todas las capitales occidentales para apoyar a sus conciudadan@s en la lucha exigiendo el cese de cualquier colaboración con el régimen de Jartum.