El pasado domingo 16 de junio una marea humana desbordó Hong Kong protestando contra el proyecto de ley que autoriza la extradición a China de cualquier sospechos@ para ser juzgad@ en el continente, y tener así manga ancha para atacar a activistas y opositores políticos. La ley teóricamente está suspendida pero la presión de los medios internacionales obligó a la jefa de gobierno, Carrie Lam, a disculparse ese día, reconociendo que “deficiencias del gobierno han decepcionado y angustiado a la ciudadanía”.
Pero ese intento de remitir la cólera a última hora de nada sirvió. Algunos opositores estaban pidiendo su renuncia. Much@s la acusaron de no haber dicho ni una palabra sobre la violencia policial, que durante las protestas causó heridas a 81 personas y el arresto de más de una decena de manifestantes. Pero sobre todo sospechaban que la suspensión se trataba solo de una táctica para debilitar a la oposición y que la intención del gobierno sería la de ganar tiempo y volver a proponer la enmienda al inicio del curso político.
Las protestas que sacuden Hong Kong, las más numerosas desde el llamado “movimiento de los paraguas” que luchaba blandiendo un excesivo idealismo por la transparencia electoral en 2014, tienen una doble dimensión que no siempre es fácil de descifrar: una interna y otra externa. Sus detractores no son trabajador@s y estudiantes, al menos no únicamente, aunque sí sean quienes ocupen las calles. Los círculos empresariales temen que la reforma perjudique la imagen internacional de Hong Kong y su atractivo como centro financiero.
La excolonia inglesa, a pesar de haber vuelto a ser parte de China en 1997, es una región con un tratamiento administrativo especial y por tanto es autónoma, con las únicas excepciones de lo competente a las relaciones exteriores y la defensa. El poder judicial de Hong Kong en particular es de inspiración británica. Pero como es obvio, China tiene formas de influir en su política eligiendo políticos sensibles a sus intereses. Sin embargo, la población (y la clase empresarial) son celosas de su espacio y lo defienden, como lo demuestran las movilizaciones estos años.
Una ley de extradición se considera una amenaza para las libertades civiles y un signo de más interferencia de Pekín en la independencia legal de Hong Kong. Con el nuevo decreto, según los críticos, la extradición habría sido necesaria para capturar y procesar a más opositores políticos que a delincuentes comunes. El índice de condenas en los tribunales chinos se acerca al 100% y se acompaña del recurso ordinario a la tortura y la denegación del derecho de defensa de los acusados. El gobierno chino reiteró que la iniciativa nació exclusivamente de su contraparte en Hong Kong, pero no ocultó el hecho de casarse con la causa en su totalidad.
En realidad, Hong Kong se ha convertido en un rehén de la confrontación global, comercial y política que se oponía a EEUU y China. Uno de los movimientos de este juego lo realizó el Congreso estadounidense, donde se presentó un proyecto de ley para garantizar que cada año el departamento de Estado verificase el nivel de autonomía de Hong Kong (o el nivel de interferencia del China), para decidir si renovar los acuerdos comerciales especiales vigentes entre los EEUU y la región.
Delante de los bastidores geoestratégicos, el domingo 16 de junio la escala de la manifestación fue desproporcionada respecto a la anterior: 2 millones de personas en la calle (de un total de 7 millones que alberga Hong Kong), según los organizadores, dos veces más que el domingo 9, para reclamar lo mismo y con mucha mayor cólera tras las violentas cargas policiales. El gobierno, agobiado, quiso lanzar un guiño y anunció la liberación del activista Joshua Wong, detenido una semana antes y ya condenado por su papel en las revueltas de 2014 cuando tenía 17 años. Pero ni eso a día de hoy ha conseguido desactivar esta marea.