Por primera vez tras 10 años, el régimen reaccionario de Viktor Orbán se encuentra frente a una oposición de masas en la calle. Centenares de miles de trabajador@s y jóvenes de toda Hungría tomaron la palabra contra el gobierno durante 2 semanas en diciembre de 2018. La mecha que estalló es una reforma antiobrera aprobada por un parlamento controlado casi al 100%, con características ciertamente provocativas. Organizadas por la oposición de izquierda y grupos estudiantiles, las manifestaciones son un hecho sin precedentes.
La ley prevé 400 horas extraordinarias al año, una semana laboral de 6 días o de más de 10 horas al día durante 5 días. El trabajador/a formalmente puede rechazar el empleo pero en cambio se arriesga a ser despedid@. Por lo tanto se trata de un instrumento legal ofrecido en bandeja a la patronal para incrementar masivamente la explotación en el trabajo. Los empresarios húngaros, como no podía ser menos, han aplaudido entusiastas este giro de tuerca a la legislación laboral. Todavía más la Opel, Mercedes y Audi, las grandes compañías extranjeras, sobre todo alemanas e italianas, que se hacen de oro en Hungría. La soberanía nacional abanderada es efectivamente la del capital contra l@s trabajador@s.
Los miles de detractores de este texto calificaron a la nueva reforma laboral como una auténtica “ley esclavista”. El gobierno de Orbán también aprovechó la sesión para aprobar una ley que establece nuevos tribunales administrativos con jurisdicción sobre temas delicados como la ley electoral, el derecho a manifestación y las penas de corrupción. L@s manifestantes igualmente pidieron la derogación de otra ley aprobada en bloque que crea jurisdicciones específicas para licitaciones públicas o financiación, lo que alimenta los temores de socavar la independencia de la justicia.
La enmienda a la totalidad en derechos laborales era ya enormemente impopular antes de ser aprobada: las encuestas habían demostrado que el 80% de l@s húngar@s estaban en contra. Los cambios se producen a medida que el país enfrenta una escasez de mano de obra, agravada por una disminución de la población y la disminución de la tasa de natalidad. Para muchos observadores internacionales, la oposición y la prensa local húngaras, ha sido una vuelta más del rodillo de Orbán sobre los derechos civiles en el país, que montó un dispositivo de seguridad draconiano para controlar las manifestaciones.
“No vamos a ser esclavos” fue el lema de las protestas desde el día 12 de diciembre. Las manifestaciones convocadas por los sindicatos registraron una amplia participación de l@s trabajador@s y vieron de manera muy positiva la entrada en acción de miles de estudiantes. Much@s ya se habían movilizado a inicios del curso por la libertad de estudio e investigación en las universidades, así que la unificación con las reivindicaciones obreras les pareció natural. Éstas no fueron las manifestaciones rituales ya típicas de la oposición liberal-democrática, sino sorprendentemente masivas y con un carácter inequívocamente de clase después de un largo tiempo en la historia de Hungría.
A primeros de semana miles de personas, aún sin la convocatoria de los sindicatos y grupos de izquierda, que llegó jornadas más tarde, se concentraron primero en las principales plazas y posteriormente se dispersaron marchando por el centro de Budapest cantando “Vik-ta-tor” (amalgama de Viktor y dictador). El domingo 16 de diciembre hubo por primera vez protestas en varias ciudades de Hungría y con un perfil manifestante variado que pronto mutó: se vieron banderas aisladas de Jobbik, el partido de extrema derecha, y bastantes más de la oposición de izquierda en Budapest y las localidades de Debrecen, Gyor, Szeged, Bekescsaba y Miskolc.
Después de interesadas intervenciones de portavoces políticos y sindicales junto al parlamento ese mismo día, cientos de manifestantes marcharon a la sede de la radiotelevisión pública MTVA, la “fábrica de mentiras”, y hubo quienes intentaron asaltar el edificio. La policía antidisturbios respondió con gases lacrimógenos a la multitud durante el enfrentamiento a la vez que una docena de diputados de la oposición pidieron dirigirse a Orbán desde la televisión, pero corrieron la misma suerte. El gobierno acusó a la oposición de enardecer a l@s trabajador@s para ejercer la violencia con mentiras.
Tras la primera semana de protestas, las manifestaciones desbordaron al gobierno, a pesar de la seguridad que otorgaba la rápida aprobación parlamentaria. Mantuvieron una tendencia ascendente en los últimos 5 días antes de Navidad y se radicalizaron. En Budapest, la policía tuvo que dispersar repetidamente a la multitud de trabajador@s y jóvenes que asediaban los edificios de la Asamblea Nacional, el parlamento húngaro. Fue entonces cuando la reivindicación de la huelga general para la revocación de la “ley esclavista” entró en las calles y plazas de la capital.
Todas las fuerzas políticas buscaron su lugar al calor de la protesta: Momentum, Diálogo para Hungría, incluso los fascistas de Jobbik, que sostienen a Orbán. Pero la línea de confrontación es ajena al enfoque nacionalista y xenófobo. Por el contrario, está dictada por el contraste entre capital y trabajo, lo que otorga una potencialidad explosiva. El papel de los sindicatos no es por casualidad central. La campaña obsesiva contra los migrantes del partido Fidesz revela cada vez más su carácter hipócrita: el verdadero problema es la emigración masiva de 600.000 húngar@s a otros países en busca de mejores condiciones de vida.
¿Un punto de inflexión del poder omnímodo de Orban?
El gobierno de Orbán, que ganó las elecciones el año pasado con un 48% de los votos, nunca se ha encontrado hasta ahora con una situación semejante. No resulta extraño que el principal foco de las protestas sea Budapest, donde el partido Fidesz solo ganó en 7 de los 19 distritos. El principal apoyo electoral procede de las áreas rurales y ciudades pequeñas, donde ha calado más hondo su discurso ultranacionalista, religioso y tradicionalista.
Un dato a tener en cuenta señalado cuando el intento de acceder a la radiotelevisión pública MTVA es que a las leyes laborales y judiciales que han motivado esta rabia popular le precedieron otras medidas para afianzar el control de los medios de comunicación: en noviembre cientos de periódicos, revistas y webs de noticias pasaron a formar parte de la Fundación Centroeuropea de Prensa y Medios, un organismo húngaro dirigido por el gobierno cuyo director es el abogado personal de Orbán. Esta muestra de despotismo fue quizás la gota que colmó el vaso.
Alentados por esta oleada de protestas en todo el país, los sindicatos de trabajador@s de Hungría han tomado el pulso tras Navidad a la situación sociopolítica del país y reflexionan sobre si convocar la primera huelga general desde la caída del bloque soviético en 1989. Han realizado asambleas de delegad@s estas últimas semanas y el próximo 19 de enero se reúnen para valorar dar este paso sin precedentes que es igual a una declaración de guerra contra el todopoderoso Viktor Orbán.
El debate puede indicar un fortalecimiento de la legitimidad sindical después de que, como en otras partes de Europa oriental, su influencia se desvaneciera en las décadas posteriores a la caída de la URSS. Si bien solo un@ de cada 10 trabajador@s pertenece a una organización sindical, la amenaza de una huelga, apoyada en las calles ya en diciembre, marca un desafío sin precedentes y convertirse en la primera gran batalla seria para Fidesz después de haber ganado su tercera mayoría parlamentaria consecutiva en abril de 2018.
El gobierno de Orban se enfrenta ya de por sí a dos grandes pruebas políticas este año: las elecciones al Parlamento Europeo en mayo y unas elecciones municipales en otoño. Los partidos de la oposición esperan sacar provecho de las manifestaciones y sólo contemplan la posibilidad de paro nacional como arranque de su campaña, pero en lo único en lo que están de acuerdo es en marcarle la salida, nada más. Unos proponen pedir el boicot en las próximas citas electorales mientras otros propugnan que es hora de unirse bajo una misma candidatura “para salvar a Hungría de Fidesz”.
Por su parte el gobierno ha echado la culpa de esta situación explosiva en el país a George Soros, afirmando las protestas están financiadas con su dinero con el objetivo de convertir a Hungría en país de inmigrantes. Soros, de origen húngaro, hasta hace poco tenía en Budapest su Universidad Central Europea (CEU en inglés). El presidente, quien curiosamente disfrutó de una beca Soros cuando era estudiante, decretó una campaña contra el inversor declarándolo enemigo público nº 1 y consiguió que la CEU cerrase sus puertas y tuviera que trasladarse a Viena.