“¡Todo el poder para los Soviets!”, afirmaba Lenin en el periódico del Partido Bolchevique, La Pravda, en julio de 1917, es decir 6 meses después del derrocamiento del Zar y de su sustitución por un gobierno burgués “democrático”. La contradicción era entonces ya evidente entre los discursos supuestamente democráticos del gobierno provisional y las aspiraciones reales de la mayoría de la población: el cese de la guerra, el control sobre la economía y el ejercicio del poder mediante los consejos de obreros, de campesinos y de soldados, los “Soviets”.

Hasta el punto que, para Lenin, la inestabilidad del gobierno “se manifestará fatalmente en una u otra ocasión”. Y de concluir, solo a unos meses de la Revolución de Octubre, que “mediante saltos y choques, la situación evoluciona sin embargo de tal forma que el paso del poder a los soviets, desde hace tiempo preconizado por nuestro partido, será pronto una realidad”.

La experiencia de 1917 ha representado una ruptura tanto con los fantasmas de una “gran noche” que haría de manera instantánea pasar del poder de la burguesía al poder del proletariado, tanto con la ilusión de un gobierno reformista que transformaría poco a poco el Estado en un instrumento en manos de la clase obrera. El tiempo de la dualidad de poderes, de cohabitaciones entre un gobierno burgués y órganos de poder obrero, es necesario, ya que no puede haber transferencia instantánea de un poder a otro. Pero sólo puede ser corto, ya que la contradicción se resuelve forzosamente por la desaparición de uno frente a otro.

La revolución del siglo XXI tomará sin lugar a dudas nuevas formas, no previstas, imprevisibles. Volver a analizar la experiencia de 1917 no deja sin embargo de ser útil para reflexionar sobre la cuestión estratégica del paso de la lucha generalizada a la toma del poder por parte de los y las trabajadoras. Es una cuestión central para los y las militantes anticapitalistas y revolucionarias que se encuentran a diario con el problema del estallido y de la ampliación de las luchas, sin perder de vista la perspectiva del derrocamiento del sistema en su conjunto.

De 1905 a 1917: el nacimiento de los soviets

La existencia y la centralidad de los soviets no fueron teorizados por algunas de las grandes figuras del pensamiento revolucionario. Los consejos obreros nacieron durante la primera revolución rusa, en 1905, durante la huelga general de los meses de mayo y junio, por iniciativa del Partido obrero social demócrata de Rusia (POSDR) – que aún reagrupaba a dos grupos, bolcheviques (tendencia mayoritaria y revolucionaria) y mencheviques (tendencia minoritaria y reformista).

En Ivanovo-Vosnesensk, centro industrial del textil situado a 250 km de Moscú, una huelga empezó el 12 de mayo. Unos 30 000 trabajadores se reunieron en asamblea. Eligieron un centenar de delegados para llevar a cabo las negociaciones con la patronal y las autoridades. Después de una masacre llevada a cabo por las tropas gubernamentales el 3 de julio, el consejo, o soviet, se reunió de nuevo, con 40 000 obreros.

Durante todo el tiempo de la huelga general, disputó el poder existente: controló las imprentas, asegurando por fin una plena libertad de expresión para los partidos obreros ordinarios prohibidos e impidiendo a su antojo la expresión de las autoridades. Reemplazó la policía para asegurar la seguridad de los bienes y de las personas, organizó colectas para venir en ayuda de los parados… Y representó la palabra de los huelguistas. No se limitó a satisfacer las reivindicaciones sociales, sino que también levantó exigencias políticas democráticas. Cada mañana, los diputados del soviet rendían cuentas de su trabajo y la asamblea se transformó en un mitin con intervenciones y cantos. Los delegados que no llevaban a cabo su mandato eran destituidos.

En octubre de 1905, el soviet de San Petesburgo (entonces capital y centro industrial del país) estuvo a la iniciativa de una nueva huelga general. Propuso al conjunto de las fábricas y de los talleres de la ciudad de elegir a diputados (uno por cada 500 obreros). Reagrupó a huelguistas influenciados por diferentes tendencias del movimiento obrero ruso (socialistas revolucionarios, bolcheviques y mencheviques) y publicó su propio periódico, los Izvestia (las noticias). Representó a centenares de miles de obreros y se benefició de una correlación de fuerza sin precedente. Ahí de nuevo, defendió acerca de las autoridades reivindicaciones políticas válidas para el conjunto del país. Y las propias autoridades se vieron forzadas a reconocerlo como un interlocutor legítimo.

Sus diputados beneficiaron de una casi inmunidad frente a la policía y a los tribunales, y el ejército dejó que se imprimiera los Izvestia, mientras que controlaba la alimentación eléctrica de la ciudad. 6 000 obreros armados constituyeron su milicia, en primer lugar para luchar contra las masacres antisemitas (los pogromos), y después para asegurar la protección de la población. De manera equivocada pero no sin razón, fue considerado por sus partisanos como por sus detractores como un “gobierno proletario”. En realidad solamente representaba un embrión. Pero la experiencia que supuso fue fundamental. Y ésta se multiplicó en todo el país, concretamente en Moscú, donde los bolcheviques jugaron un papel más importante aún y donde el armamento fue más sistemático. Nacieron soviets de campesinos, otros barriales, de municipios e incluso de soldados. Consiguieron derechos y conquistas sociales de las autoridades locales. En muchos consejos, las mujeres jugaron un papel central.

La revolución  de 1905 acabó con la satisfacción – parcial y sobre todo muy temporal – de reivindicaciones políticas democráticas por parte del Zar. Lo que le permitió, en noviembre y diciembre, poner fin mediante la fuerza a la acción de los soviets. Pero las conquistas de la experiencia no desaparecieron en el espíritu del proletariado, ni tampoco la legitimidad de los antiguos diputados obreros.

Los soviets: embriones de un nuevo poder

Los soviets no fueron los iniciadores de la huelga general y de la Revolución de 1905, sino su producto tal y como lo eran las organizaciones obreras, los comités de fábricas, los sindicatos. Eran por tanto en parte el producto de la espontaneidad de las masas. Pero esa espontaneidad no era “pura”: se habían también forjados de años de movilizaciones de la clase obrera sobre cuestiones políticas y económicas. Nacieron de la necesidad de reagrupar la clase obrera, dispersa en las fábricas, en los oficios y divididos entre las corrientes políticas en competencia. Su existencia estaba, finalmente, ligada a la intervención de los militantes socialistas (en el sentido del siglo XX, es decir incluyendo a los comunistas).

Se presentaban por tanto como un marco democrático, un frente de masas obreras y de sus tendencias, capaz de tomar iniciativas y de expresar sus aspiraciones. Eran más que simples comités de huelga. Asumían un carácter político. Era un nuevo poder en germen. Un poder proletario.

Para los mencheviques, la clase obrera, y por tanto sus órganos, tenían que ser una fuerza extra para una revolución democrática dirigida por la burguesía liberal. No debía buscar a tomar el poder para sí misma, ni instaurar inmediatamente el socialismo. Para que los soviets jugasen el papel de pretendiente al poder, era necesario una intervención organizada de los y las militantes revolucionarias que convenciese a los y las trabajadoras de otorgarle ese objetivo. Y previamente, eso necesitaba su implantación en las amplias capas del asalariado.

De una revolución a otra

Los y las revolucionarias bolcheviques, sin embargo, no entendieron inmediatamente el potencial político de los soviets. Una vez acabada la revolución de 1905, los bolcheviques vieron incluso a los soviets como posibles competidores por la construcción de un partido revolucionario, sin embargo indispensables para la toma del poder por parte del proletariado. Vieron al soviet como un órgano de lucha, pero no como un posible “parlamento obrero”. No entendieron tampoco su papel unificador, de marco de frente único obrero. De ese modo consiguieron en San Petersburgo rechazar la participación de los anarquistas, sin embargo presentes en el movimiento obrero.

Trotsky, entonces miembro de la fracción menchevique y último presidente del soviet de San Petersburgo en 1905, fue el primero en considerar a este órgano como la posible base de una futura organización obrera de masas. Fue el primero que consideró la idea de un soviet “panruso” que acabaría tomando la dirección de una próxima explosión revolucionaria a escala de todo el país.

En los años que siguieron, y a pesar de la fuerte represión, los bolcheviques extendieron su implantación obrera. Organizaron asambleas obreras, tomaron la iniciativa de las luchas, tomaron la dirección de numerosos sindicatos. Aprendieron gracias a esa experiencia a respetar la autonomía de las organizaciones obreras más amplias y a mantener la unidad de los diferentes componentes políticos que allí intervenían.

Febrero de 1917: el principio de la dualidad. La revolución de febrero

Si las huelgas habían vuelto a florecer al principio de los años de 1910, la entrada en guerra de Rusia había permitido a la burguesía reprimir con dureza la combatividad obrera. Pero las privaciones que conllevaba la economía de guerra generaban una situación insoportable. La revuelta alcanzó a los y las trabajadoras de las ciudades, así como las masas campesinas e incluso a los soldados. La impopularidad del Zar y de su régimen estaba en su apogeo.

El 23 de febrero de 1917 (en el calendario ruso de aquella época, pero el 8 de marzo en Occidente), coincidiendo con la jornada internacional de los derechos de las mujeres, empezó la revolución. Huelgas y manifestaciones estallaron bajo la iniciativa de los obreros del textil de Vyborg (a un centenar de kilómetros de San Petersburgo – Petrogrado en 1914), en un momento en el que los bolcheviques pensaban que la situación no estaba madura para llamar a la huelga. Los días siguientes, el movimiento creció, se extendió. Exigió pan, y después el final de la autocracia y la interrupción de la guerra.

Numerosos soldados rechazaron reprimirlos. Si la iniciativa fue espontánea, la extensión era el resultado de la experiencia acumulada desde 1905 y llevada a cabo por militantes revolucionarios. El 28 de febrero, el Zar huyó. El 2 de marzo, abdicó oficialmente.

Fue en efecto la clase obrera la que acabó con la monarquía. Ella iba a tener que tomar el poder. El mismo día de la abdicación nació por cierto un “comité ejecutivo provisional del Soviet de los obreros y de los soldados”. Hizo un llamamiento a la creación de un soviet de deputados soldados y obreros y a la participación de los diferentes partidos socialistas.

Pero al irse, el Zar tomó la precaución de preparar el terreno para un gobierno capaz de mantener el orden capitalista y de seguir la guerra. En el parlamento, la Duma, fue instaurado un gobierno provisional compuesto de políticos burgueses. En el soviet, los mencheviques ganaron la mayoría y apoyaron es gobierno, a la espera de elecciones para una asamblea constituyente. El socialista revolucionario Kerenski fue integrado en el gobierno, y acabaría tomando incluso la presidencia en julio. Para los reformistas, el momento exigía una revolución burguesa y democrática y en ningún caso la toma del poder por parte del proletariado.

¿Soviets o gobierno provisional?

Si el gobierno estaba efectivamente en disposición de tomar medidas liberales, su papel principal era seguir con la guerra. Estaba así en oposición con las aspiraciones de las masas: el pan, la paz y verdaderas libertades. Y la organización de elecciones era evidentemente imposible.

Los soviets no fueron disueltos. Al contrario, se multiplicaron desde el principio del mes de marzo en las grandes ciudades industriales y se extendieron al campo en primavera. Comités de fábricas consiguieron mejoras de sus condiciones de trabajo o echaron a empresas muy autoritarias y ligadas al antiguo régimen. Algunos soviets rechazaron reconocer la autoridad gubernamental, a al menos la pusieron al mismo nivel que la suya. Comités de soldados afirmaron de ese modo que la decisiones del gobierno solo eran aplicables cuando no entraban en contradicción con las de los soviets. Éstos ejercieron un principio de control sobre la economía e incluso sobre medios de comunicación claves en el país.

Hubo por tanto en Rusia no una vuelta a la calma, sino una movilización permanente y dos poderes: el de un gobierno provisional separado de las reivindicaciones de las masas y el de los soviets, resultado de la movilización obrera, campesina y de los soldados.

Sin embargo, esa contradicción no condujo inmediatamente a la toma del poder por parte de los soviets. Es lo que Trotsky llamó “la paradoja de febrero”: la clase obrera había echado al antiguo régimen, pero había entregado el poder a una burguesía liberal incapaz de realizar las tareas revolucionarias.

La dualidad de poder, como los soviets antes de 1905, no había nunca sido imaginada de esa forma antes de 1917. Es cierto que ya existió un poder obrero en París, en 1871, con la Comuna. Es decir un poder que escapara al del Estado burgués, a sus leyes y a sus representantes. Un poder proveniente de la lucha de la clase obrera, armada, dictando sus propias decisiones, pudiendo revocar a los electos, controlando y designando a sus funcionarios. Pero no a escala de todo el país.

En los meses siguientes a la Revolución de febrero, ese segundo poder era aún demasiado embrionario. El proletariado no se sentía preparado para ejercer el poder. Y la política de los reformistas en su seno, en lugar de acercarlos a esa perspectiva, los mantenía en ese estado de ánimo.

Una situación insostenible

Pudimos creer, sobre todo en 1905, que la revolución en Rusia iba a tener lugar por etapas: primero una revolución dónde la burguesía, el proletariado y el campesinado iba a poner en funcionamiento una democracia liberal como en Europa occidental, y segundo una revolución instaurando el socialismo. Sin duda esta segunda etapa iba a seguir el paso de revoluciones comunistas en los países más industrializados antiguamente, como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Pero en la experiencia concreta de 1917, esos esquemas chocaron con otra realidad.

Es lo que entendieron Lenin y Trotsky, en lugar de permanecer anclados, como les pasó a numerosos bolcheviques, en antiguos esquemas estratégicos. Los representantes del partido en el comité ejecutivo del Soviet, Stalin y Kamenev, que habían regresado antes de su deportación que otros dirigentes en el exilio, no se opusieron a la política de los conciliadores.

Que les gustase o no, el soviet empezó a actuar como poder. El gobierno burgués y su política no anularon lo que constituía un potencial poder obrero. Y en la base, el proletariado se dio cuenta que había que ir más lejos. En numerosas fábricas, los comités jugaron un papel de apaciguamiento, de salvaguarda de las direcciones. En los congresos panrusos de esos comités, sólo los anarquistas defendieron la idea de una toma total e inmediata de las empresas por parte de los obreros. Se enfrentaron a una mayoría de delegados que si bien defendían un control obrero, una democracia inédita en las empresas, un “régimen constitucional”, no se desmarcaban del marco de la propiedad capitalista. Un marco cada vez más puesto en tela de juicio por los y las trabajadoras.

Por otro lado, si los conciliadores mantuvieron la mayoría durante el primer congreso panruso de los soviets en abril, fue sobre todo gracias a la sobre representación de oficiales favorables a que siguiera la guerra. Pero eso no significaba que las masas hubiesen renunciado a la consigna de cese inmediato.

Octubre: “¡Todo el poder para los soviets!”. Un partido para la revolución

Lenin regresaría en abril de 1917 a Petrogrado y puso en tela de juicio la orientación pasiva de la mayoría de los bolcheviques. Publicó sus “Tesis de abril” en las que expuso algunas ideas: el nuevo poder era un poder burgués, la guerra que seguía era aún una guerra imperialista, y no iba a ser posible acabar con ella sin acabar con el capitalismo. La perspectiva debía ser por tanto la toma total del poder por parte de los soviets. Lo cual necesitaba su armamento.

La dictadura del proletariado significaba la toma del poder por parte de la mayoría de éste, y no por parte de su fracción más radical. La toma de poder no provenía por tanto de un golpe de estado. Y significaba que el proletariado no estuviese bajo la influencia de la burguesía y de la pequeña burguesía como lo estaban los mencheviques y los socialistas revolucionarios, entonces mayoritarios. Era por tanto necesario convencer en los soviets, las fábricas, los cuarteles, que era el momento de tomar el poder en toda independencia de clase. Era el papel de un partido revolucionario conseguir encontrar los argumentos, tomar las iniciativas y percibir el momento en el que la mayoría de las masas iba a estar preparada para hacerlo.

En ese sentido, las perspectivas de los bolcheviques acabarían siendo poco a poco mayoritarias en los soviets por encima de las de los conciliadores. Las reivindicaciones esenciales y urgentes, la paz, el reparto de las tierras a los campesinos, el poder obrero en las fábricas, aparecieron como posibles únicamente con un gobierno soviético. El Partido bolchevique ya se había rearmado y había formado su guardia roja desde el mes de abril. Los mencheviques se opusieron a que los soviets hiciesen lo mismo. En junio, sin embargo, el congreso panruso aceptó que el 10% de los obreros se armasen. Si el comité ejecutivo no puso en práctica esa resolución (al contrario, consideró desarmar a los bolcheviques), las milicias obreras vieron el día.

La progresión de los bolcheviques

En junio, alrededor de 20 millones de proletarios participaron a la elección del congreso panruso de los soviets. Los bolcheviques consiguieron menos de 20% de los votos. Se percibía incluso una cierta hostilidad con respecto a las consignas anti guerra. Pero al mismo tiempo, la progresión fue muy rápida en los sindicatos, al estar siempre los militantes bolcheviques encabezando las huelgas. Y en las fábricas, las consignas revolucionarias conocieron un éxito aún más rápido, hasta sorprender a los propios bolcheviques.

En julio, manifestaciones casi insurreccionales superaron “por la izquierda” a los comités de fábricas, a los sindicatos y a los soviets… El Partido bolchevique constató sin embargo que las condiciones no estaban reunidas y, aunque acompañase las manifestaciones, también organizó el repliegue frente a la represión.

En agosto, el general Kornilov, comandante en jefe del ejército ruso, amenazó con llevar a cabo un golpe de Estado, temiendo que el gobierno estuviese en mano de los bolcheviques. Fueron entonces las milicias obreras e incluso la guardia roja las que aparecieron como las únicas fuerzas en capacidad de impedirlo. Si el intento no resultó, mostró a las claras que ya no había que esperar a que un gobierno autoritario acabase mediante las armas con la existencia de los soviets.

En septiembre, Lenin consideró que el tiempo había llegado de poner la cuestión de la insurrección sobre la mesa. Cuando los bolcheviques tomaron la mayoría en el soviet de Petrogrado, así como en otros lugares claves, el ritmo de la revolución se aceleró.

La Revolución de Octubre

El 25 de octubre de 1917, en vísperas del nuevo congreso panruso, las fuerzas armadas del soviet de Petrogrado ocuparon los edificios públicos, tomaron el control de los medios de comunicación, y detuvieron al gobierno provisional sin derramar ninguna sangre. Se acabó ahí con la dualidad de los poderes. Por primera vez en la historia, a escala de todo un país, la clase de los explotados y de los oprimidos ejercía su dictadura.

Esa toma del poder no fue fruto de la espontaneidad de las masas. La formación de un partido, de una dirección revolucionaria fueron elementos indispensables. Pero esa dirección no habría tenido la audacia de tomar la iniciativa sin verse empujada por masas que desbordaban a sus propias direcciones. Esa toma del poder no fue la de la unanimidad de los soviets y de los proletarios. Pero respondió a las reivindicaciones llevadas a cabo por su amplia mayoría.

El final del doble poder era ineluctable. Pero sin una dirección preparada para tomar la iniciativa en el buen momento, habría podido desencadenar el aplastamiento de los soviets. Como lo escribió Lenin: “No hay lugar a dudas que esta situación de doble poder no puede durar mucho tiempo. No podría existir dos poderes en un Estado. Uno de los dos debe desaparecer, y desde ya toda la burguesía rusa se emplea a fondo, para eliminar y debilitar por todos los medios y en todos los lugares posibles hasta reducir a la nada a los soviets de los diputados soldados y obreros y de ese modo asegurar el poder único de la burguesía” (abril-mayo de 1917).

Nacidos de la experiencia, de la innovación de las luchas, los soviets se convirtieron en mucho más que en asambleas o comités de huelgas. Fueron la herramienta que permitió la toma del control de toda la sociedad, desde el instrumento de producción hasta los medios de comunicación, desde las reglamentaciones locales hasta las leyes nacionales. Todas unas bases para la instauración de una sociedad comunista, democrática e igualitaria, que ningún gobierno en el marco del Estado burgués, que no se apoyaría por tanto en la auto actividad permanente de las masas, podría poner nunca en funcionamiento. El periodo de dualidad entre el poder capitalista y el poder obrero sólo puede ser provisional. Se termina obligatoriamente por la victoria de uno o de otro. Es la lección que los y las militantes revolucionarias no deben nunca perder de vista, incluso en la acumulación cotidiana de las pequeñas experiencias militantes.